Presentacion

Los cuentos de Matías son 4. El primero lo escribí en 1992 y los otros tres en 1994-95. Para el primero, Luciana Fernandez y Sandra Lavandeira hicieron muchas ilustraciones, que fueron fotografiadas por Fernando Alvarez. Luciana también hizo algunas ilustraciones para el segundo y el tercero.

El primer cuento ganó el “Concurso de Cuentos para Niños” organizado por la Fundación El Libro y la Federación Argentina de la Industria Gráfica y Afines durante el transcurso de la Vigésima Feria Internacional de Buenos Aires El Libro del Autor al Lector. El premio consistía en la publicación de los diez cuentos seleccionados. El cuento figura con el título “Gastón y yo”, después de su publicación fueron cambiados el título y el nombre de un personaje. El volumen con los diez cuentos premiados se repartió gratuitamente en escuelas y bibliotecas del país (al menos, eso nos dijeron).

El segundo cuento, “Recuerdos imborrables”, ganó el segundo premio en categoría cuento en el “Primer Concurso de Cuentos y Poemas para Cebollitas” organizado por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina en 1995.

En noviembre de 2002 convertí el libro en librobjeto, con las ilustraciones de Luciana y Sandra y algunas mías, con las fotografías de Fernando y otras mías del Parque Patricios y Montevideo, y con un cd casero con las canciones de Jaime Roos sugeridas en el último cuento (le pedí permiso y me lo dio). En enero de 2008 convertí el libro en blog.

Librobjetos y librogs son dos intentos de sortear la industria editorial con la esperanza de que mis textos encuentren lectores. La mejor historia que viví con estos cuentos fue en Córdoba, en el año 2000, cuando me invitaron a participar en la Sala de Lectura Infantil como "invitada del día", para hablar con los alumnos de un curso de primaria a los que les tocaba ir ese día. Yo llevé el libro publicado por la FAIGA, y después de la reunión con los chicos, que fue super linda, le dejé el libro a la maestra para que tengan algo mío. Meses después recibí una carta de los chicos contándome que habían leído mi cuento y que les había gustado y que querían leer más, así que les envié copia de los otros tres, que no estaban (ni están) publicados en ningun lado. Ahora los 4 están a disposición de todos. Que aproveche!

Los amores de Gastón


Poco antes de cumplir catorce estaba dando un paseo nocturno cuando me topé de improviso con un topo enorme y cavernoso que me miraba con ojos de féretro desaliñado. Dejando de lado la sorpresa y el temor que su visión me produjeron, percibí en mí una marcada indiferencia y hasta cierto hastío: ¿a santo de qué este bicharraco coagulado interrumpía mi vista y, aún, mi paso? Decidí seguir adelante sin concederle mayor importancia cuando el animalejo me espetó esta frase:

—Perdoná, ¿tenés fuego?

Consideré brevemente cada una de las respuestas posibles, que en ese momento, a mi entender, eran las siguientes:
1. Silencio, y continuar mi camino como si nada.
2. Una cortés pero sintética respuesta negativa.
3. Un discurso moralizante remarcando a la triste bestia que pedirme fuego implicaba una aceptación del hábito de fumar, el cual conduce al tabaquismo, y que dada mi corta edad su sugerencia era por demás desubicada.
4. Un cuestionamiento de no menos de cien preguntas acerca de la clase de fuego requerida.

Por supuesto, yo tenía fuego, no porque fumara sino porque esa mañana había intentado, con relativo éxito, incendiar mi escuela. Sin embargo los modales del topotopo no me gustaban, y no me daban ganas de contestarle.

—Che —a todo esto, el bicho se impacientaba—. ¿Tenés fuego?

—Mirá, como tener, tengo —si me apuran contesto cualquier cosa—, pero no pienso darte. Pedíle a otro.

—Pero decíme pibe —el topo parecía un poco tanguero—, ¿cuánta gente ves en la calle? A esta hora sólo salen los topos y los pendejos.

—¿A quién le decís pendejo, topo maleducado? Mañana cumplo treinta y cinco, enteráte —cuando me insultan me pongo hiperbólico.

—Disculpe, señor. Sólo quiero un poco de fuego, sabe, muy poquito, una llamita de nada. Estoy muy triste, y mi corazón está helado.

El nuevo tono de la conversación me sorprendió. De repente el topo se había puesto trágico, y, como si hubiera creído mi mentira, había dejado de tutearme. Me pregunté si los topos serían tan ciegos como dicen.

—Tengo dos fósforos —le dije—. Te los doy, pero no creo que puedan deshelar tu corazón.

—Señor, por casualidad, ¿tendrá con usted una habichuela?

El topo se ponía, además de pedigüeño, delirante, pero justamente por eso no me molestó y quise ayudarlo. Habichuelas no tenía, pero busqué con la mirada por todos lados y encontré un resorte oxidado, de unos quince centímetros de largo. Se lo di con el doble propósito de satisfacer su pedido y de comprobar mi hipótesis sobre su ceguera.

—Muchas gracias, señor. Ahora, si le cuento un secreto, ¿me daría una mano?

Con esta nueva propuesta suya no pude saber si era ciego o no, pero sí que su lógica era de cuarta. ¿Qué clase de secreto podía contarme que me hiciera sentir tan agradecido como para ayudarlo en qué? Otra vez se ponía fastidioso, y eso me violentaba.

—Mirá, bestia peluda, guardáte mis fósforos, las habichuelas y tu secreto. Estoy muy apurado, ¿sabés? Soy una persona ocupada —esta mentira a los grandes siempre les sale bien, y si me había creído lo de los treinta y cinco... —, así que no tengo tiempo para ayudarte. Además, ni siquiera hemos sido presentados. —Esto último sonó un poco maricón y también a esas películas del año del ñaupa que mi vieja ve los domingos a la tarde en la tele, pero de noche todos los topos son ciegos.

Repentinamente y en un mismo y breve instante ocurrieron estas dos cosas: el topo se arrebujó y se acongojó hasta las lágrimas, y un ratón marrón, minúsculo, lustroso, de bigote rizado, desnudo como cualquier ratón pero con bastón de carey y galerita y caminando en sus dos patas traseras, apareció de improviso desde algún rincón oscuro, e interponiéndose entre nosotros dos dijo:

—Señor Matías Irrizábal —ése soy yo—, le presento a Monsieur Gastón de Topinambour, Señor de todos los Topónimos, Doctor en Topología de Harvard, Topógrafo diplomado en La Sorbona, Topómetro General de la Villa de París, y Señor de los Tópicos y de los Topacios.

Y así como apareció, desapareció, no sin antes darme una patadita en un tobillo diciéndome por lo bajo: “Che, dejáte de hacer la rata cruel y ayudálo al pobre de Gastón que te necesita”.

Por supuesto, acá fui yo el que reculé. No por los títulos del topo, quiero decir de Gastón, que entre un lagrimón y otro volvía a caerme simpático, sino porque la aparición y desaparición súbitas de un ratón de gala que sabe mi nombre y me da consejos es algo que, bueh, quizá yo soy muy impresionable, ¿no?, pero es algo a lo que no me acostumbraré, sin importar las veces que se repita. Además, hacía un buen rato que venía haciéndome el canchero y no me servía para nada, así que decidí cambiar de táctica.

—Y bueno, Gastón —dije al fin—. ¿En qué te puedo ayudar?

—Sabe qué pasa, sob, señor Irrizábal —el top... Gastón seguía lloriqueando—, realmente no quiero importunarlo, pero ¡estoy
tan triste...! —Acá fue un verdadero llanto de topo; y nunca pensé que de unos ojos tan chiquitos pudieran salir tantas lágrimas.

—Vamos, topitopi, no llores más y decíme qué te pasa —Gastón empezaba a conquistar mi corazón—. Y decíme Matías, no señor Irrizábal.

—Sob sob, snif snif, lo que pasa, Matías, es que... — Gastón se sonrojó y empezó a pivotar sobre sus patas de atrás igual que mi hermanita Catalina cuando cree que la van a retar—. Lo que pasa es que... —y bajando muchísimo la voz, se animó a decir—: estoy enamorado.

Confieso que lo primero que pensé fueron dos o tres sarcasmos, pero como Gastón seguía mirando el piso, rojo hasta las orejas, y sólo me miraba de reojo, traté de pensar algo amable para decirle. No se me ocurrió nada —no tengo experiencia en confesiones de amor— pero intuí que eso no era todo, y que si me quedaba callado Gastón seguiría contándome qué lo atormentaba. En efecto, después de dos o tres miraditas de reojo, siguió hablando:

—Hace años que la amo en silencio, sin atreverme a confesarle mi amor, por miedo a que me rechace. Finalmente me atreví, y fui el topo más feliz del mundo cuando me dijo que ella también me amaba. Preparé mi cueva para recibirla, pero alguien se interpuso entre nosotros. La atraparon, y ahora está encerrada en una jaula junto a una ventana, justamente ésta bajo la cual estoy, y lo único que puedo hacer quedarme a sus pies, escuchando su canto desesperado.

—¡Pero quién puede tener una topa en una jaula junto a una ventana? —exclamé asombrado.

—¡Ella no es una topa! —dijo Gastón ofendido—. ¿No le digo que desde aquí escucho su canto? Ella es una canaria, la más dulce y tierna cantora entre todas, y cuando estábamos juntos se subía a mis hombros para cantarme al oído.

Evidentemente, el amor es ciego pero no sordo, pensé. En fin, había visto parejas más estrambóticas cenando con mis padres, y como yo no tenía más experiencia amorosa que un desengaño con una compañerita del jardín en mi lejana infancia, preferí no opinar. Ante mí había un topo triste y enamorado, y estaba dispuesto a ayudarlo.

—Pensaba plantar unas habichuelas —dijo Gastón—, y subir por sus tallos hasta su ventana y liberarla, como leí en un libro. Pero soy muy grande y pesado, y no sé trepar por los árboles, y tampoco sé plantar habichuelas. ¿Usted podría ayudarme?

—Yo quiero ayudarte, Gastón, pero me parece que tu plan no va a dar resultado. No podemos plantar las habichuelas entre los adoquines, y aunque podamos van a tardar años en crecer, y aunque esperemos años no van a llegar al tercer piso, donde está su jaula. Dejáme pensar algún otro plan para ayudarte —y me senté en el cordón de la vereda, con los codos en las rodillas y las palmas de mis manos sosteniendo las mandíbulas. Gastón desplazó su enorme topidad hasta llegar a mi lado y él también se sentó en el cordón. Toda esa operación le llevó media hora. Cuando lo consiguió, resopló y sonrió al mismo tiempo.

—Lo que hay que hacer —pensaba yo en voz alta—, es llegar hasta su ventana y abrir la puerta de su jaula. En cuanto se vea libre, va a volar hasta vos, ¿no? —Gastón asintió con la cabeza con ojitos ilusionados—. Pero si nos ven los dueños de casa, se van a enojar, y hasta pueden tratarnos de ladrones —a Gastón no le gustó pensar que alguien podía creerse dueño de su amada. Yo seguí mi razonamiento sin hacerle caso—. Pero como es de noche, probablemente estén durmiendo, así que si logramos subir sin hacer ruido, listo —Gastón seguía mis palabras atentamente—. Vos medís como tres metros, ¿no? —Otra vez asintió—. Con eso llegamos al primer piso. Si me subo a tus hombros y me estiro un poco, quizá llegue al segundo. Pero, ¿cómo llegar al tercero?

Gastón se inspiró:

—Tengo una amiga que nos puede ayudar. Se llama Ramona. Es una boa.

—¿Y?

—Es bailarina, y se para en puntas de pie, mejor dicho de cola, y se queda dura dura como si fuera de madera.

—Siii... —dije vacilante—; así llegaríamos al tercer piso, supongo, pero Ramona no va a poder abrir la jaula.
Gastón pensó unos minutos, y dijo:

—Entonces llamemos también a Sir Thomas. El podrá subir trepando por Ramona, abrir la jaula y hablar con Pamela. Y sin ruido.

—¿Y quién es Sir Thomas? —no pregunté por Pamela porque deduje que era la causante de los desvelos de Gastón, es decir la canaria enamorada.

—¿Sir Thomas? ¿Quién es? El ratón que nos presentó.

Apenas terminó de pronunciar estas palabras Sir Thomas apareció a nuestro lado anunciando que enseguida se nos reuniría Ramona, cuya figura ya alcanzábamos a distinguir entre las sombras. Quizá por tan afortunada como sospechosa coincidencia no fue necesario explicarles nuestro plan a ninguno de los dos.

Sin embargo, pasar de nuestra idea a la acción no fue tan fácil como me pareció cuando la pensamos con Gastón. El primer paso era que yo me subiera a sus hombros, pero su lomo era redondo, terso, liso y de pelo corto, y no tenía de dónde agarrarme. Me trepé deslizándome como pude, y después estuve un rato largo hasta encontrar una posición donde pudiera estar firmemente agarrado sobre él sin molestarlo. No es que yo lo molestara, pero cualquier cosa que hacía entre sus hombros y su cuello le daba cosquillas. Gastón se aguantaba la risa porque una carcajada suya hubiera significado, para mí, terminar en el piso, y tener que emprender otra vez la ascensión. Pero todo su cuerpo temblaba mientras de su hocico salía un “Ji Ji Ji” interminable. Estábamos tardando mucho, y desde mi posición veía las pataditas de impaciencia de Sir Thomas y la mirada de superioridad intelectual de Ramona, y ambas actividades de mis compañeros me daban un poco de rabia. Finalmente Gastón y yo parecimos llegar a un acuerdo, y le pude decir a Ramona:

—Ya está. Vení.

Ramona se deslizó rápida y silenciosamente por Gastón con su estilo envolvente, y después siguió conmigo. Era fría y húmeda, y cuando me envolvió de pies a cabeza pensé que si se le ocurría abrazarme con más fuerza yo podía convertirme en su almuerzo; mejor dicho, dado lo avanzado de la hora, en un aperitivo extra entre la cena y el desayuno. Pero Ramona no parecía hambrienta, o quizá yo no era su tipo, o quizá seguía una dieta estricta que excluía almuerzos de mi estirpe. Sólo se ocupó de ajustarse bien a mi cuello para, desde ahí, estirarse y endurecerse a lo largo y alto. Cuando terminó, hizo una especie de silbido y Sir Thomas, entendiéndolo enseguida, comenzó a trepar rápida y ágilmente por todos nosotros —y ahora me tocó a mí el turno de sentir cosquillas— hasta la cabeza de Ramona. No sé qué ocurrió allá arriba, pero pocos minutos después Sir Thomas hizo, con la misma rapidez y agilidad, el camino inverso, sólo que se detuvo a la altura de los oídos de Gastón y le dijo:

—Va a tardar un poquito. Tuve que despertarla, y no quiere venir sin arreglarse.

Gastón empezó a dar saltitos de alegría, ayudándonos a deshacer rápidamente la pirámide. Y para festejar propuso una partida de dados, así que nos acomodamos a su alrededor y jugamos primero a la generala y después al diez mil. Con algunas peculiaridades: Ramona sacudía el cubilete enroscándolo en su cola, Sir Thomas olisqueaba los dados antes de tirar, y Gastón, que, según me enteré después, es un magnífico jugador, perdió como en la guerra. Pero se veía que sólo pensaba en el momento de ver a Patricia, porque estaba sonrojado y de sus ojitos brillosos se piantaba, cada tanto, un lagrimón que dejaba por un rato largo una huella húmeda en la vereda.

Mientras tanto iba pasando la noche, y justo cuando me puse a pensar que el tiempo que tarda una canaria en “arreglarse un poquito” debía de ser suficiente para que el océano se secara, justo ahí escuchamos un canto melodioso, y de los cielos apareció una canaria rubia con chaleco de encaje y sombrerito de tul negro. Palmira voló directo a los hombros de Gastón, ambos se pusieron a saltar de felicidad y yo creo que hasta los adoquines se emocionaron. Por mi parte, al verlos juntos me di cuenta al mismo tiempo de que se querían mucho y de que, en el fondo de mi corazón, nunca había creído la historia de la canaria, y ahora tenía que reconocer que era cierta.

Cuando salí de mi enmimismamiento Gastón y Paula seguían mirándose arrobados, Ramona había desaparecido y Sir Thomas me tironeaba del dobladillo de mis pantalones y me decía:

—Dejémoslos solos, tienen mucho para decirse. Vení conmigo.

Apenas nos alejamos unos pocos pasos, comenzamos a escuchar el canto enamorado de Pabla. Sin detenerme volví la cabeza y pude ver a Gastón meciéndola con sus manos, rodeado por los trinos armónicos del canto de su enamorada. Sir Thomas volvió a tironearme del pantalón, esta vez para evitar que me llevara por delante un farol muy mal ubicado, y yo me dije que las callecitas de mi barrio nunca, hasta esa noche, me habían parecido tan familiares y tan misteriosas. Y cada vez más misteriosas a medida que escuchaba las fantásticas historias que Sir Thomas empezó a contarme apenas nos alejamos unos pasos, como si hubiera estado esperando esa oportunidad desde hacía mucho tiempo.

Recuerdos imborrables

Una noche de verano en que paseaba con mi gato Felipe por las calles de mi barrio escuché de pronto un chillido aterrorizado seguido por esta expresión de angustia:

—¡Matías, sujetá a esa bestia!

Miré para todos lados buscando al increpador, pero fue Felipe quien lo identificó primero: con todos sus pelos erizados gruñía y mostraba sus dientes a una sombra pegada a la cornisa del primer piso de un edificio cercano. Me acerqué a ver de quién se trataba, y...

—¡Pero Sir Thomas! —exclamé asombrado—. ¿Qué hace usted ahí? ¡Y con esa facha!

Sir Thomas estaba aferrado a una moldura, con su galerita casi caída, el flequillo despeinado y una cara de miedo que daba miedo.

—¡La bestia! —Era lo único que podía pronunciar, por lo visto—. ¡Sujetá a la bestia, o no bajo nada! ¡Apuráte, tengo que hablar con vos! —y miraba con ojos angustiados cómo Felipe se relamía sus bigotes mientras buscaba con la vista el camino para saltar hasta él.

—¡Ah, usted habla de Felipe! Es un gato muy bueno, se lo aseguro.

—¡Pero es un gato! ¡Y yo, con los gatos...!

—Además, Felipe es vegetariano.

—¿Vegetariano? ¿Un gato vegetariano? —Sir Thomas se acomodó la galerita—. Entonces, quizá, podría bajar...

—¡Clar... —pero algo en los movimientos nerviosos de Felipe al ver que Sir Thomas se despegaba de la cornisa me hizo cambiar de idea y le dije—: Escuchemé, Sir Thomas, ¿por qué no me espera un rato acá mientras me llevo a Felipe a casa? Me parece que ya está cansado del paseo, y así nosotros podremos hablar más tranquilos.

Sir Thomas suspiró aliviado. “Eso esperaba oir”, murmuró por lo bajo.

—Sí, lleválo a tu casa y acá te espero.

Cuando volví a la esquina en cuestión, Sir Thomas me esperaba fumando un habano, recostado contra el antepecho de una ventana de la planta baja. Apenas me vio, se incorporó, apagó cuidadosamente el cigarro, lo guardó dentro de su galerita y comenzó a caminar, arrastrándome del brazo con su impaciencia habitual.

—Por fin. Ni que te hubieras ido al Polo. Será mejor que nos apuremos, tenemos que caminar bastante.

—Pero, ¿a dónde vamos?

—A ver a unos amigos míos que te van a ayudar.

—¿Ayudarme a mí? ¿Y quién dijo que necesito ayuda?

—Cualquiera se da cuenta de que necesitás ayuda.

—¿Cómo?

Sir Thomas se detuvo en seco y me miró con ojos encendidos.

—A ver, Matías, ¿qué pasa? ¿Justo vos vas a echar todo a perder?

—¿Echar a perder qué? —sin darme cuenta empezaba a subir el tono de voz—. ¡No entiendo nada de nada!

—Es muy simple. Hay una persona que necesita tu ayuda. Es alguien que hace tanto tiempo que no ves que no la recordás. Mis amigos te van a ayudar a recordar, y después vos y yo vamos a ayudarla. Lógico, ¿verdad? ¿O te parece que se puede ayudar a alguien si lo olvidaste?

Y Sir Thomas siguió arrastrándome, trotando con saltitos apurados.

—No, claro, si no lo recuerdo más bien que... —él no me prestaba atención, mientras lo siguiera podía murmurar cualquier cosa, así que me sumí en mis pensamientos.

No encontraba cómo refutar a Sir Thomas. Más bien que no podía ayudar a nadie si lo había olvidado. Pero, ¿cómo podía haberme olvidado de alguien que ahora me necesitaba? ¿Y por qué esa persona no me había pedido ayuda ella misma, en vez de mandar a Sir Thomas? ¿De quién se trataba? Alguien que hacía mucho que no veía, había dicho. Mientras lo seguía, me puse a recordar amigos, vecinos, parientes, y cada vez me parecía más ridículo que alguien creyera que no podía recordar sólo. Si hasta me acordaba de todos mis compañeros de primer grado, ¿cómo iba a olvidar a alguien tan importante? Todo me parecía descabellado, y cuando iba a protestar, Sir Thomas se detuvo y dijo:

—Ya casi llegamos.

Yo conocía ese lugar. Estábamos en la esquina del Parque Centenario. Sir Thomas reemprendió la marcha y sin dudar se dirigió derecho viejo hacia el lago que está en el centro del parque. Cuando llegó a la orilla, silbó de una forma especial y dijo en voz baja:

—¡Ey! ¡Antifaz! ¡Cuelloverde! ¡Soy yo, Sir Thomas! ¡Ya llegué! ¡Estoy con Matías!

Poco más tarde aparecieron dos patos muy orondos deslizándose por el agua. Y no podía haber duda de quién era cuál. Uno tenía alrededor de los ojos plumitas rojas que le dibujaban en la cara un antifaz; el otro tenía el cuello de un verde esmeralda oscuro y un penacho del mismo color en la cabeza.

Apenas llegados a la orilla se pusieron a cuchichear con Sir Thomas sin prestarme atención. Eso me molestó. ¿Así que estaban todos enterados de todo excepto yo, y encima ahora se olvidaban de mí? ¿Qué era todo esto? Me puse a dar pataditas de impaciencia para que Sir Thomas apurara el trámite. A la cuarta patadita, el tercer resoplido y el primer bufido de mi parte, Sir Thomas se dignó mirarme, y me presentó a sus amigos, quienes inclinaron respetuosamente la cabeza al oir mi nombre. Terminadas las formalidades, tuvimos el siguiente diálogo:

—Bien, Matías —la voz de Cuelloverde resonaba profunda sobre la calma del lago—, estamos al tanto de tu caso y te vamos a ayudar. ¿Sabés por qué estamos acá reunidos?

—Ni idea.

—Hay una persona que necesita tu ayuda. No hace falta que te digamos su nombre ahora, ya te vas a dar cuenta vos mismo.

—Aaaaah...

—Decíme, Matías, ¿cuánto hace que vivís donde vivís?

—Qué sé yo... Seis años, más o menos.

—¿Y antes, dónde vivías?

—En Floresta, cerca de la estación.

—¿Y dónde jugabas con tus amigos?

—En la plaza, en las calles, en las casas de...

—Cuando jugabas en la plaza —por primera vez escuché la voz de Antifaz; era más cantarina que la de Cuelloverde, y hablaba más rápido— ¿a quiénes veías?

—Bueno, a mis amigos de entonces. Después me mudé y dejé de verlos...

—No, no; no te pregunto con quiénes jugabas. Ustedes jugaban a la pelota, o a las escondidas, y ¿con quién te cruzabas mientras jugaban?

—A ver... estaba el pibe de la panadería; era más grande que yo, y tenía esa bicicleta con un canasto grande adelante que a mí me gustaba tanto —Antifaz y Cuelloverde parecían un poco desilusionados. Hice un esfuerzo por recordar—. También estaba Doña Carmen, que limpiaba siempre la vereda cuando nosotros queríamos jugar carreras... Y también...

—¿Síiii? —los ojos de los patos brillaron de ilusión.

—...las vecinas que iban al mercadito...

—No, no, Matías —la voz de Cuelloverde chocó contra los árboles, haciendo eco, así que los “no” fueron cuatro—, estás pensando en los que pasaban alrededor de la plaza. Pero adentro de la plaza, ¿quiénes estaban?

—Aaaah... ¡los nenes más chicos que nosotros, que jugaban en el arenero!

—¡No! —fueron dos “no”, porque gritaron los dos al mismo tiempo.

—Entonces... adentro de la plaza... había unos viejitos...

—¿Siiii? —volvieron a corear esperanzados.

—Había una viejita... que nos miraba jugar... se sentaba siempre abajo de las glicinas...

—¡Sí! —Antifaz y Cuelloverde chapotearon de alegría y le hicieron una seña a Sir Thomas, que se había mantenido apartado mientras nosotros hablábamos.

—La viejita de las glicinas —murmuraba yo, para mis adentros— ¿cómo pude olvidarla? Se pasaba todas las tardes bajo la glorieta, disfrutando el solcito, y nos sonreía cuando pasábamos cerca...

—¿Entonces, Matías? —Sir Thomas me apartó de mis pensamientos—¿Vamos?

—¿A dónde?

—A ayudar a Olga. La “viejita de las glicinas” tiene nombre, aunque vos nunca lo hayas sabido. Tenemos que volver a la plaza.

—¿Y en qué la puedo ayudar?

—En el camino te lo digo.

Nos despedimos de los patos y emprendimos viaje. Era un poco lejos, pero me gusta caminar de noche. Me gusta tanto caminar de noche que me fui olvidando de para qué íbamos a donde íbamos. Sir Thomas algo me comentó mientras caminábamos, pero estiró la historia de forma que recién me explicó todo cuando estábamos en la esquina de la plaza. Por suerte para él, porque si me lo decía en el parque capaz que no lo acompañaba. ¿Por qué será que siempre se me cruzan en el camino bichos delirantes? ¿Qué hice yo para merecerlo?

Según Sir Thomas, el problema de Olga era que los bancos de la plaza estaban todos rotos, y ella ya estaba muy vieja y cansada como para trasladar una silla de su casa a la plaza. Tampoco podía quedarse toda la tarde de pie, ni sentarse en la tierra, pobre. Como no se podía sentar en ningún lado, se quedaba en su casa, y estaba muy triste porque no podía ver el sol, ni las glicinas, ni los chicos jugando. Y, ¿saben qué quería Sir Thomas de mí? Quería que yo arregle el banco que está justo abajo de la glorieta de las glicinas. Me negué, claro. ¿Qué soy yo, carpintero? Pero Sir Thomas me miró tan furioso que me di cuenta de que iba a ser más sencillo ponerme a trabajar que discutir con él.

Miré el banco. Estaba hecho un asco. Olga tenía razón, sentarse ahí era correr peligro de muerte. Necesitaba materiales para arreglarlo. En la plaza había un cuartito donde el cuidador guardaba cosas de jardinería. Sir Thomas sacó de su galerita una llave maestra, abrió la puerta del cuarto, y ahí encontré todo lo que necesitaba.

Me puse a trabajar. Al rato me di cuenta de que estaba silbando. No era tan desagradable hacer de carpintero. Era una noche muy tranquila, Sir Thomas me ayudaba; hasta silbaba conmigo porque conocía todas las canciones que a mí más me gustan. Dimos las últimas pinceladas cuando aparecían los primeros rayos de sol. Pusimos un cartel que decía “Pintura fresca” y nos fuimos silbando bajito, para no despertar a nadie.

Días después me acordé de Olga, y me entró mucha curiosidad. ¿Se habría enterado de que había un banco para ella? ¿Habría vuelto a la plaza? Me acerqué una tarde, y cuando volví a ver la plaza a la luz del día me pareció muy chica. ¿La habrían reducido por orden del intendente? Algo extraño había ocurrido: ocupaba la misma manzana que antes, y sin embargo me parecía muy chiquita.

Ahí estaba Olga sentada bajo las glicinas, con una sonrisa en la cara, tirando galletitas a los pájaros. No estaban mis amigos de entonces, los que jugaban eran otros chicos, pero ella los saludaba a todos con la mano. Me acerqué un poco más, y pensé que nunca me había dado cuenta de lo vieja que era. Un pajarito voló para comer las migas de su mano, y cuando ella levantó la vista, me reconoció.

—¡Matías! —me dijo con una sonrisa— ¿qué hacés por acá?

—No, nada, pasaba...

Un espíritu pintón

Sir Thomas dice que esta ciudad tiene muchos misterios ocultos, y me lo quiere demostrar. Me citó en el Parque Patricios, un domingo a la mañana, y aquí estoy, pero yo sólo veo un parque. Chicos y grandes juegan a la pelota. Sobre uno de los costados, el que da a la avenida, hay una feria. Hay, como en tantas plazas, floreros enormes sobre pedestales, y chicos en bicicleta o en patines, y viejitos tomando sol. Hay también un mástil, dos bustos, la estatua al primer Patricio, una casa de colores; hay perros que corren detrás de chicos que gritan, y perros paseados por chicas, que no corren ni gritan. Hay dos iguales (dos chicas, no dos perros; deben de ser hermanas), que pasean un perro blanco. Me miran y no las saludo, aunque me gustaría. Doy vueltas abstraído, Sir Thomas no aparece, y yo me siento afuera de todo, como si estuviera viendo una película. Cuando más afuera me siento unos chicos gritan, una pelota se escapa, y llega rodando hasta mis pies. La pateo para el lado de donde vino, y me siento un poco mejor.

Me entretengo mirando lo que venden en la feria y en eso escucho la voz de Sir Thomas que dice:

—Por fin llegás. Hace una hora que te espero.

—¿Cómo que hace una hora que me espera, si llegué cuando dijimos y el que no apareció fue usted!

—No digas pavadas, Matías, yo siempre llego en punto. Si no sabés reconocer tus errores, por lo menos no discutas.

—No es eso, es que yo fui puntual, y usted...

Pero Sir Thomas siempre me deja hablando solo, sobre todo cuando no quiere dar el brazo a torcer. Me arranca de los puestos de la feria justo cuando estaba a punto de comprarle un mate a mi hermanita Catalina, y me lleva paseando por el parque.

—Lindo día, ¿no? —dice Sir Thomas cambiando de tema.

—Sí, lindo —le murmuro, enojado porque me dijo que llegué tarde y encima no me deja comprar nada en la feria.

—¿Sabés qué día es hoy?

—Domingo.

—Sí, domingo, pero ¿qué fecha?

—Veinte, creo... no, veintiuno. ¡Uy, hoy comienza la primavera!

—Claaaro, por eso quería que viniéramos hoy acá. Hoy es una fecha especial. Si no te hacés el zonzo como siempre, vas a ver uno de los misterios que te mencioné.

—¿Zonzo, yo? —pero contesto soñoliento porque el sol está tan lindo que no me da ganas de pelearme otra vez con este ratón amargado.

—¿Viste la casa?

Caminando llegamos hasta la casita de colores que está en uno de los costados. Yo ya la había mirado al pasar, pero ahora damos unas vueltas alrededor, y Sir Thomas parece muy interesado en ella. Yo no le veo nada especial. Raro lo de los colores: el frente es rojo, naranja y amarillo, los costados son turquesa, violeta y verde, el fondo es de nuevo naranja y rojo, con unas plantas de retamas cerca de la puerta. Se parece a las casas que dibuja Catalina (últimamente dibuja todo el tiempo casas y princesas. A veces, en un arranque de inspiración, dibuja también un árbol). Raro lo de los colores y, pensándolo un poco, también es raro que haya una casa así en medio de un parque, aislada, clausurada, y recién pintada. Pero es una casa. A Sir Thomas no se lo voy a decir: la mira por todos lados como si fuera un cohete lunar.

Ahora nos sentamos frente a la casa, en los escalones del camino, y seguimos charlando.

Sir Thomas me pregunta qué tal el colegio, y yo le contesto distraído. A mí no me engaña. Sé que mi escuela le importa un rábano, y si me pregunta eso es para matar el tiempo. Parece estar esperando algo, pero como de costumbre no me tira ni una pista de qué vamos a hacer. La conversación languidece, empiezo a aburrirme, me pregunto si llegaré a casa a tiempo para los ravioles, pero no me decido a levantarme y dejarlo solo a Sir Thomas (es evidente que él no piensa moverse hasta que pase algo que no sé qué es) porque me gustaría que el madrugón del domingo tenga algún sentido.

Sir Thomas ya ni habla, y cada tanto me echa unas miraditas de reojo que me incomodan. ¿Será que espera algo de mí? ¿Qué quiere, que haga monerías? ¿Por qué no me lo dice de una vez? Me quedo más y más quieto y para poner mi mejor cara de tonto me concentro en todo lo que veo: miro una y otra vez cada planta, cada árbol, el borde de cada hoja, su forma, sus colores y sus sombras; miro de nuevo la casa y esta vez me detengo en la rugosidad de cada pared, su color, cómo le da la luz, y de pronto...

—¡Sir Thomas! —grito asustado—. ¡Se me está arruinando la vista!

Todos los colores de la casita están desparramados por el parque.

El suelo es amarillo, y parece arena, no, es dorado, no, es rosa, y sigue pareciendo arena; el cielo está más azul y más espeso; los árboles parecen más frondosos, más exóticos; veo plantas que antes no había visto y son rojas, naranjas, como la casa. Todo está diferente: el aire parece marino, hasta se escucha el ruido de las olas, y las hojas de todos los árboles bailan como si alguien las soplara con una brisa que es una danza. Hasta la gente está cambiada, los chicos ya no andan en bicicleta, sino sobre caballos blancos, y no están vestidos con pantalones sino con mallas o algo así, más bien se los ve casi desnudos. Todas las mujeres parecen la misma: la misma expresión plácida en todas, los mismo rasgos casi indios, el mismo pelo largo y renegrido. Hasta el primer patricio está irreconocible: no parece de metal sino de barro, él también desnudo, retorcido, los ojos desorbitados, a sus pies un animal feroz, más abajo creo ver una palabra desconocida, quizá leo mal, quizá está en otro idioma, pero me parece que dice oviri. Todos se mueven como si flotaran, lentamente, como si los estuviera soñando, hasta creo ver un ángel de alas doradas y azules escondido atrás de un árbol. No lo puedo creer, todo es tan misterioso y fascinante, ¿me estaré volviendo loco?

—Sir Thomas, ¿me estoy volviendo loco? ¿Usted ve lo que yo veo? —y lo escucho suspirar aliviado.

—Claro que lo veo, Matías, éste es el misterio que te quería mostrar. ¿Te gusta?

—¡Me encanta! Pero no entiendo nada, ¿qué está pasando?

—Te voy a contar algo que nadie sabe. Hace muchos años, a principios de este siglo, llegó a Buenos Aires un pintor francés. Tiempo atrás se había ido a vivir a una isla en el Pacífico; todos creen que murió allí, porque estaba muy enfermo. La verdad es que quiso volver a su país para curarse pero no pudo llegar. Se quedó a mitad de camino. Anclado en Buenos Aires, le prestaron esta casita; acá vivió sus últimos meses, y acá murió. Esto fue hace muchos años, antes de que nacieran tus abuelos. El todavía era joven.

—¿Joven? ¿Cuánto tenía: veinte?

—Nooo, Matías, tenía cincuenta y pico.

—¿Y a eso lo llama joven? ¡Uno de cincuenta es un viejo!

—¿Ah, sí? ¿Y uno de ochenta, qué es?

—¡Requeteviejo!

—¿Y vos, sabés qué sos?

Cuando Sir Thomas comienza con las preguntas retóricas, está cabreado. Me quedo en el molde, y un ratito después él sigue hablando.

—Nadie supo jamás que había llegado acá. Las pocas personas que lo supieron prefirieron enterrarlo adentro de la casa y clausurarla. Y la pintaron así, en su homenaje.

—Entonces, lo que estoy viendo ahora, ¿es lo que él pintó?

—Así es. No pasa siempre, sólo en el equinoccio de primavera, y cuando la luz llega a la casa con cierta intensidad tropical. Ahí su espíritu se despierta y sale a pintar los alrededores. Pero a veces aunque pinte todo nadie lo ve, porque no sólo hay que tener espíritu para pintar, también para aprender a mirar.

Mientras Sir Thomas habla la brisa marina se va aquietando, el rumor de olas se va alejando, y la gente, los árboles y los colores vuelven, de a poco, a ser los mismos de siempre.

—Uuuuy... se está yendo...

—Sí, es algo fugaz. No dura mucho tiempo. Tuviste mucha suerte, Matías, pensé que la luz nos iba a fallar —pero sé que miente, que tenía miedo que le fallara yo.

Nos quedamos un rato largo en silencio. Es muy lindo ver cómo todo va volviendo a ser lo que era antes. Pero ahora, como durante un rato lo vi diferente, ya no me parece un parque común. Quién sabe, quizá todos los lugares por los que paso habitualmente encierran algún espíritu travieso, y nunca me doy cuenta porque no los veo con la luz adecuada (el único lugar que no creo que cambie ni con un millón de spots es la escuela). Cuando todo se ve exactamente como antes, dejamos pasar otro rato más y al final nos levantamos. Sir Thomas me acompaña hasta la parada del colectivo. No lo invito a comer ravioles porque sé que le gustan los de ricotta, y mi vieja los hace siempre de verdura. En el camino me cruzo de nuevo con las dos chicas del perro blanco, y las saludo de lejos, con una sonrisa y un brazo en alto.

Magia oriental

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había imaginado el viaje, y ahora estoy en medio del río, rumbo a Montevideo. Cada tanto —muy cada tanto, para que no me crean loco— me inclino y le hablo a mi mochila. Sir Thomas me contesta que sí, que está bien, y que a ver si lo dejo dormir un poco ¿o no me acuerdo que nos levantamos muy temprano para llegar al puerto? y se acomoda la galerita para el otro lado.

Pero yo no puedo dormirme. Sir Thomas me dijo que Montevideo está llena de magia, y que si no encuentro a la Maga que busco, seguro encuentro otra. Pero yo no quiero otra. Sé bien cómo es la que busco: escuché a mis padres hablando de ella con unos amigos, días atrás, y desde entonces no dejo de pensar en ella. La Maga es joven y hermosa, y todo lo que ella mira se transforma. Si mira un árbol, ya no hay un árbol sino un enjambre verde que nos sonríe. Si mira una hoja, descubre el dibujo de las nervaduras. Nunca te mira a los ojos, pero a su lado te sentís frente a un espejo, porque te devuelve tu imagen invertida. No sé cómo es su cara, ni su voz (debe de ser linda, porque estudiaba canto) y quizá ya no es tan joven. El amigo uruguayo de mis padres dice que si la Maga está en Montevideo, tiene que vivir en la Ciudad Vieja. Que la busque por ahí, me dijo, o junto a los bichicomes —que son los linyeras en uruguayo básico—.

Cuando le conté mi idea a Sir Thomas me preguntó para qué quería encontrarla. Le dije que no sabía, pero que cuando estuviera delante de ella me iba a dar cuenta. “Lógico”, me contestó. Después me preguntó cómo íbamos a hacer para encontrarla, y eso me sorprendió. ¿Un ratón de mundo como él no sabe que la única forma de encontrar a la Maga es vagando al azar? Se lo expliqué y me contestó nuevamente “Lógico”. Y después me dijo que mejor tomemos el ferry de las siete, así llegamos antes del mediodía.

Cuando llegamos a Montevideo nos vamos caminando desde el puerto. Sir Thomas, que parece malhumorado por el viaje, se pone sorprendentemente didáctico, y le da un nombre a todo. De tan didáctico parece un guía de turismo, y me dice cosas que hasta yo sé. “Este es el Mercado del Puerto”, me dice. “Esta es la Ciudad Vieja” (pero yo no la veo tan vieja). Me aburre un poco, y casi ni lo escucho. Me gusta ver todo lo de la ciudad, me encanta caminar por calles nuevas, y que todo tenga un aire familiar y desconocido al mismo tiempo. Hay poca gente en la calle. Veo una pareja de pibes que deben de tener un par de años más que yo. Parecen nerviosos: otean para todos lados, y despues de que pasamos junto a ellos se deslizan adentro de un depósito abandonado, o algo así. Oigo que ella dice “Tito, tengo miedo” justo antes de desaparecer.

—¿Y estos dos qué hacen? —intrigado, pregunto al aire.

—Qué sé yo, Matías —me contesta Sir Thomas, que parece no haber visto nada—. Esta puerta es el límite de la Ciudad Vieja, ¿ves? Antes formaba parte de la muralla. Supongo que no te interesa ver la tumba de Artigas, ¿no?

—¿Por qué no? Sí quiero. Artigas me cae bien, como Belgrano.

Los soldados que cuidan el monumento son mucho más simpáticos que los granaderos de Buenos Aires. Hasta me da ganas de charlar con ellos, pero Sir Thomas no me deja, impaciente como siempre. Esta vez no sé qué apuro tiene, si soy yo el que está buscando.

Caminamos hacia el río y nos cruzamos con unos pibes que deben de salir de la escuela. Tienen guardapolvos blancos, unos moños azules muy ridículos, y el aire de raje de cualquiera apenas se escucha el timbre de salida.

—Mire Sir Thomas, ¡esta calle se llama Durazno! ¿Y la calle Manzana, estará cerca? —pero el ratón, amargado, revolea su bastón con aire de dandy y ni sonríe.

Los pibes van corriendo y gritando, se desatan los moños, se desabotonan los delantales, aparece de no sé dónde una pelota, todos se ponen a jugar, mientras siguen corriendo. Un grupito se detiene en una esquina: uno saca del bolsillo una tiza y comienza a dibujar en el suelo una rayuela, mientras los demás discuten quién empieza.

—¿No querés jugar con ellos? —me pregunta Sir Thomas—. No te preocupes por mí, me echo en un costado y duermo una siestita —y ahora entiendo su mal humor: cuando duerme poco es insoportable.

—Yo no juego a la rayuela, Sir Thomas, es un juego para chicos.

—¿Ah, sí? ¿Y vos, qué sos? —me pregunta con ojitos peleadores.

—No sé qué soy —le contesto despacio—, pero yo ya no juego a la rayuela.

Seguimos por Durazno y llegamos a un parque muy grande. “Este es el Parque Rodó” dice Sir Thomas, que adopta otra vez su espíritu informativo. El parque es precioso, el sol está lindísimo, así que nos tiramos en el pasto a descansar un rato. Miramos el río —”los uruguayos le dicen mar”, me sigue informando Sir Thomas— y la verdad es que sea lo que sea, se parece mucho más al mar que de nuestro lado.

Estoy acostado boca arriba, con las manos entrelazadas bajo mi nuca, mirando el cielo, y de pronto un rombo violeta corta el celeste.

—¡Uy! ¡Un barrilete! —digo contento, y me incorporo buscando la otra punta del hilo—. ¡Cómo me gustan!

—Claaaro —dice Sir Thomas—, porque el barrilete es un juego taaaan adulto...

Ratón envenenado. ¿Estará mareado por el viaje?

—Mire, Sir Thomas, es esa nena la que está con el barrilete. ¿Por qué no se queda acá un rato y se echa por fin esa siestita que tanto quería? Yo voy a ver si la nena me presta el barrilete, ¿de acuerdo?

Sir Thomas está tan de acuerdo que me contesta roncando.

Por suerte la nena resulta de lo más simpática. Le parece muy divertido que yo ni siquiera sepa armar un barrilete, y me enseña todos los pasos. Después me deja manejarlo un rato.

—Dale, que sopla torcido. No se te vaya a caer —y me explica cómo hacer para que suba más alto—. ¡Dale más piola, que llega hasta el sol!

Qué lindo es ver cómo trepa el barrilete, parece tan ligero, y es tan suave el tirón del hilo en mi mano. Me gusta tanto que la nena y yo nos quedamos horas. Al final ella se acuerda de que su madre la esperaba para tomar la merienda, y yo me doy cuenta de que ya falta poco para que caiga el sol y todavía no comimos nada. Sir Thomas debe de estar de un humor fantástico ahora que durmió toda la tarde, pero va a ser mejor comer algo antes de que le vuelva el mal humor, esta vez por el hambre. Lo despierto despacio (un despertar brusco puede significar otra catástrofe para un ratón tan quisquilloso) y mientras está todavía adormilado le propongo ir a comer. Encontramos cerca una pizzería, y nos viene perfecto: a Sir Thomas le encanta la muzzarella.

Cuando salimos de la pizzería está anocheciendo. A lo lejos se escuchan unos tambores, y más lejos aún se escuchan otros. Parecen hablar entre sí, como si unos llamaran y los otros respondieran. Una chica lindísima, vestida de blanco, sale de una casa que está unos pocos metros delante de nosotros. Se queda en la puerta hablando con alguien que está adentro, y mientras tanto la cruzamos y nos adelantamos. Cuando estamos por llegar a la esquina se aparece, doblándola, un joven que avanza unos pasos y se queda blanco, como el vestido de la chica, mirando algo que está más allá de nuestros hombros. Miro para atrás buscando qué lo paralizó, y sólo la veo a ella.

Sir Thomas, dormido y comido, está de muy buen humor, y me cuenta historias de sus viajes. Cruzó tres veces los siete mares, o sea que cruzó veintiún mares: según él, nunca nos bañamos dos veces en el mismo mar, porque cada vez el mar es otro. Me cuenta historias del pueblo de los ratones, y su breve romance con Josefina la Cantora.

Mientras, se va haciendo de noche, y dando vueltas por las calles nos encontramos con un baile de barrio. Hay un tablado donde un grupo toca una música preciosa, gente bailando por todos lados, guirnaldas de un lado al otro de la calle, y unas mesas con botellas sin terminar. Sandwichitos ya no quedan. Escuchamos un par de temas, pero debe de ser más tarde de lo que creía, la fiesta se está acabando. Los músicos dejan de tocar y en el silencio de la noche se escucha el mar a lo lejos. Me siento tan bien que no quiero que se termine, no me quiero ir a ningún lado. Me quedo dando vueltas por ahí, mirando cómo se van las últimas parejas, abrazadas. Uno de los músicos guarda su guitarra en el estuche. Tiene el pelo negro, y un bigote también negro y muy espeso. Se cuelga la guitarra al hombro, saluda a los demás, da unos pasos y casi se tropieza conmigo.

—¿Qué buscás, botija? ¿Estás perdido? —me pregunta con la voz más profunda que oí en mi vida. Cómo me gustaría tener una voz así, cuando sea grande.

—No, nada... no busco nada. Buenas noches —él también me saluda, y se aleja camino del mar, tarareando una canción.

Ahora es noche profunda y Sir Thomas y yo no tenemos nada que hacer pero tampoco tenemos a dónde ir. Pensábamos seguir paseando toda la noche y tomarnos de vuelta el ferry de las siete. Supongo que si hasta ahora no encontré a la Maga ya no la voy a encontrar. Por un instante siento algo de tristeza. Sir Thomas se da cuenta y me invita a comer un chivito: siempre que me ve triste cree que es porque tengo hambre.

Después del chivito me siento mucho mejor. Nos quedamos un par de horas en el bar, jugando a la batalla naval. Sir Thomas me gana siempre. Nos levantamos antes de que amanezca para dar un último paseo antes de subir al ferry.

Es una hora magnífica y la ciudad está hermosa. Aún está oscuro, los pájaros están dormidos, pero se siente en el aire que algo está por pasar, como si todo estuviera a punto de renacer.

Un mozo baldea la vereda de un bar. En su interior todas las sillas están sobre las mesas, patas para arriba. Cerca de la puerta hay tres hombres, borrachos: discuten, se abrazan, sonríen, parecen viejos amigos.

Una brisa leve que levanta de los árboles un rumor tibio surge de la nada, exactamente en el mismo instante en que se rompe lo oscuro y asoma algo del nuevo día.

Cuando pasamos junto al bar, uno de los hombres dice “¡Aguanten, che! Son sólo las luces del estadio”. Sir Thomas y yo nos
miramos y sonreímos. El hombre se da cuenta y pregunta —pero parece dirigirse al aire—: “¿De qué te reís?”

Volvemos a pasar cerca del Mercado del Puerto y la ciudad comienza a despertarse. Sir Thomas y yo subimos al ferry. Cuando apoyo la cabeza en el asiento, me doy cuenta de que tengo sueño. El ferry comienza a moverse, y antes de acomodarse en mi mochila para dormir, Sir Thomas me pregunta

—¿Y, Matías? ¿Encontraste a la Maga?

Estoy tan cansado que ni tengo fuerzas para mover la lengua, pero creo que algo le contesto.

Giro la cabeza hacia la ventanilla. La luz oblícua del amanecer multiplica en el agua reflejos dorados; sobre las olas marrones veo una sirena. Sus cabellos son muy largos y, aunque no la oigo, sé que está cantando. Antes de que mis ojos se oscurezcan del todo sé (pero no puedo saber de dónde salió mi conocimiento) que la sirena se llama Estela, como las del mar, y que está cantando para mí.