Los amores de Gastón


Poco antes de cumplir catorce estaba dando un paseo nocturno cuando me topé de improviso con un topo enorme y cavernoso que me miraba con ojos de féretro desaliñado. Dejando de lado la sorpresa y el temor que su visión me produjeron, percibí en mí una marcada indiferencia y hasta cierto hastío: ¿a santo de qué este bicharraco coagulado interrumpía mi vista y, aún, mi paso? Decidí seguir adelante sin concederle mayor importancia cuando el animalejo me espetó esta frase:

—Perdoná, ¿tenés fuego?

Consideré brevemente cada una de las respuestas posibles, que en ese momento, a mi entender, eran las siguientes:
1. Silencio, y continuar mi camino como si nada.
2. Una cortés pero sintética respuesta negativa.
3. Un discurso moralizante remarcando a la triste bestia que pedirme fuego implicaba una aceptación del hábito de fumar, el cual conduce al tabaquismo, y que dada mi corta edad su sugerencia era por demás desubicada.
4. Un cuestionamiento de no menos de cien preguntas acerca de la clase de fuego requerida.

Por supuesto, yo tenía fuego, no porque fumara sino porque esa mañana había intentado, con relativo éxito, incendiar mi escuela. Sin embargo los modales del topotopo no me gustaban, y no me daban ganas de contestarle.

—Che —a todo esto, el bicho se impacientaba—. ¿Tenés fuego?

—Mirá, como tener, tengo —si me apuran contesto cualquier cosa—, pero no pienso darte. Pedíle a otro.

—Pero decíme pibe —el topo parecía un poco tanguero—, ¿cuánta gente ves en la calle? A esta hora sólo salen los topos y los pendejos.

—¿A quién le decís pendejo, topo maleducado? Mañana cumplo treinta y cinco, enteráte —cuando me insultan me pongo hiperbólico.

—Disculpe, señor. Sólo quiero un poco de fuego, sabe, muy poquito, una llamita de nada. Estoy muy triste, y mi corazón está helado.

El nuevo tono de la conversación me sorprendió. De repente el topo se había puesto trágico, y, como si hubiera creído mi mentira, había dejado de tutearme. Me pregunté si los topos serían tan ciegos como dicen.

—Tengo dos fósforos —le dije—. Te los doy, pero no creo que puedan deshelar tu corazón.

—Señor, por casualidad, ¿tendrá con usted una habichuela?

El topo se ponía, además de pedigüeño, delirante, pero justamente por eso no me molestó y quise ayudarlo. Habichuelas no tenía, pero busqué con la mirada por todos lados y encontré un resorte oxidado, de unos quince centímetros de largo. Se lo di con el doble propósito de satisfacer su pedido y de comprobar mi hipótesis sobre su ceguera.

—Muchas gracias, señor. Ahora, si le cuento un secreto, ¿me daría una mano?

Con esta nueva propuesta suya no pude saber si era ciego o no, pero sí que su lógica era de cuarta. ¿Qué clase de secreto podía contarme que me hiciera sentir tan agradecido como para ayudarlo en qué? Otra vez se ponía fastidioso, y eso me violentaba.

—Mirá, bestia peluda, guardáte mis fósforos, las habichuelas y tu secreto. Estoy muy apurado, ¿sabés? Soy una persona ocupada —esta mentira a los grandes siempre les sale bien, y si me había creído lo de los treinta y cinco... —, así que no tengo tiempo para ayudarte. Además, ni siquiera hemos sido presentados. —Esto último sonó un poco maricón y también a esas películas del año del ñaupa que mi vieja ve los domingos a la tarde en la tele, pero de noche todos los topos son ciegos.

Repentinamente y en un mismo y breve instante ocurrieron estas dos cosas: el topo se arrebujó y se acongojó hasta las lágrimas, y un ratón marrón, minúsculo, lustroso, de bigote rizado, desnudo como cualquier ratón pero con bastón de carey y galerita y caminando en sus dos patas traseras, apareció de improviso desde algún rincón oscuro, e interponiéndose entre nosotros dos dijo:

—Señor Matías Irrizábal —ése soy yo—, le presento a Monsieur Gastón de Topinambour, Señor de todos los Topónimos, Doctor en Topología de Harvard, Topógrafo diplomado en La Sorbona, Topómetro General de la Villa de París, y Señor de los Tópicos y de los Topacios.

Y así como apareció, desapareció, no sin antes darme una patadita en un tobillo diciéndome por lo bajo: “Che, dejáte de hacer la rata cruel y ayudálo al pobre de Gastón que te necesita”.

Por supuesto, acá fui yo el que reculé. No por los títulos del topo, quiero decir de Gastón, que entre un lagrimón y otro volvía a caerme simpático, sino porque la aparición y desaparición súbitas de un ratón de gala que sabe mi nombre y me da consejos es algo que, bueh, quizá yo soy muy impresionable, ¿no?, pero es algo a lo que no me acostumbraré, sin importar las veces que se repita. Además, hacía un buen rato que venía haciéndome el canchero y no me servía para nada, así que decidí cambiar de táctica.

—Y bueno, Gastón —dije al fin—. ¿En qué te puedo ayudar?

—Sabe qué pasa, sob, señor Irrizábal —el top... Gastón seguía lloriqueando—, realmente no quiero importunarlo, pero ¡estoy
tan triste...! —Acá fue un verdadero llanto de topo; y nunca pensé que de unos ojos tan chiquitos pudieran salir tantas lágrimas.

—Vamos, topitopi, no llores más y decíme qué te pasa —Gastón empezaba a conquistar mi corazón—. Y decíme Matías, no señor Irrizábal.

—Sob sob, snif snif, lo que pasa, Matías, es que... — Gastón se sonrojó y empezó a pivotar sobre sus patas de atrás igual que mi hermanita Catalina cuando cree que la van a retar—. Lo que pasa es que... —y bajando muchísimo la voz, se animó a decir—: estoy enamorado.

Confieso que lo primero que pensé fueron dos o tres sarcasmos, pero como Gastón seguía mirando el piso, rojo hasta las orejas, y sólo me miraba de reojo, traté de pensar algo amable para decirle. No se me ocurrió nada —no tengo experiencia en confesiones de amor— pero intuí que eso no era todo, y que si me quedaba callado Gastón seguiría contándome qué lo atormentaba. En efecto, después de dos o tres miraditas de reojo, siguió hablando:

—Hace años que la amo en silencio, sin atreverme a confesarle mi amor, por miedo a que me rechace. Finalmente me atreví, y fui el topo más feliz del mundo cuando me dijo que ella también me amaba. Preparé mi cueva para recibirla, pero alguien se interpuso entre nosotros. La atraparon, y ahora está encerrada en una jaula junto a una ventana, justamente ésta bajo la cual estoy, y lo único que puedo hacer quedarme a sus pies, escuchando su canto desesperado.

—¡Pero quién puede tener una topa en una jaula junto a una ventana? —exclamé asombrado.

—¡Ella no es una topa! —dijo Gastón ofendido—. ¿No le digo que desde aquí escucho su canto? Ella es una canaria, la más dulce y tierna cantora entre todas, y cuando estábamos juntos se subía a mis hombros para cantarme al oído.

Evidentemente, el amor es ciego pero no sordo, pensé. En fin, había visto parejas más estrambóticas cenando con mis padres, y como yo no tenía más experiencia amorosa que un desengaño con una compañerita del jardín en mi lejana infancia, preferí no opinar. Ante mí había un topo triste y enamorado, y estaba dispuesto a ayudarlo.

—Pensaba plantar unas habichuelas —dijo Gastón—, y subir por sus tallos hasta su ventana y liberarla, como leí en un libro. Pero soy muy grande y pesado, y no sé trepar por los árboles, y tampoco sé plantar habichuelas. ¿Usted podría ayudarme?

—Yo quiero ayudarte, Gastón, pero me parece que tu plan no va a dar resultado. No podemos plantar las habichuelas entre los adoquines, y aunque podamos van a tardar años en crecer, y aunque esperemos años no van a llegar al tercer piso, donde está su jaula. Dejáme pensar algún otro plan para ayudarte —y me senté en el cordón de la vereda, con los codos en las rodillas y las palmas de mis manos sosteniendo las mandíbulas. Gastón desplazó su enorme topidad hasta llegar a mi lado y él también se sentó en el cordón. Toda esa operación le llevó media hora. Cuando lo consiguió, resopló y sonrió al mismo tiempo.

—Lo que hay que hacer —pensaba yo en voz alta—, es llegar hasta su ventana y abrir la puerta de su jaula. En cuanto se vea libre, va a volar hasta vos, ¿no? —Gastón asintió con la cabeza con ojitos ilusionados—. Pero si nos ven los dueños de casa, se van a enojar, y hasta pueden tratarnos de ladrones —a Gastón no le gustó pensar que alguien podía creerse dueño de su amada. Yo seguí mi razonamiento sin hacerle caso—. Pero como es de noche, probablemente estén durmiendo, así que si logramos subir sin hacer ruido, listo —Gastón seguía mis palabras atentamente—. Vos medís como tres metros, ¿no? —Otra vez asintió—. Con eso llegamos al primer piso. Si me subo a tus hombros y me estiro un poco, quizá llegue al segundo. Pero, ¿cómo llegar al tercero?

Gastón se inspiró:

—Tengo una amiga que nos puede ayudar. Se llama Ramona. Es una boa.

—¿Y?

—Es bailarina, y se para en puntas de pie, mejor dicho de cola, y se queda dura dura como si fuera de madera.

—Siii... —dije vacilante—; así llegaríamos al tercer piso, supongo, pero Ramona no va a poder abrir la jaula.
Gastón pensó unos minutos, y dijo:

—Entonces llamemos también a Sir Thomas. El podrá subir trepando por Ramona, abrir la jaula y hablar con Pamela. Y sin ruido.

—¿Y quién es Sir Thomas? —no pregunté por Pamela porque deduje que era la causante de los desvelos de Gastón, es decir la canaria enamorada.

—¿Sir Thomas? ¿Quién es? El ratón que nos presentó.

Apenas terminó de pronunciar estas palabras Sir Thomas apareció a nuestro lado anunciando que enseguida se nos reuniría Ramona, cuya figura ya alcanzábamos a distinguir entre las sombras. Quizá por tan afortunada como sospechosa coincidencia no fue necesario explicarles nuestro plan a ninguno de los dos.

Sin embargo, pasar de nuestra idea a la acción no fue tan fácil como me pareció cuando la pensamos con Gastón. El primer paso era que yo me subiera a sus hombros, pero su lomo era redondo, terso, liso y de pelo corto, y no tenía de dónde agarrarme. Me trepé deslizándome como pude, y después estuve un rato largo hasta encontrar una posición donde pudiera estar firmemente agarrado sobre él sin molestarlo. No es que yo lo molestara, pero cualquier cosa que hacía entre sus hombros y su cuello le daba cosquillas. Gastón se aguantaba la risa porque una carcajada suya hubiera significado, para mí, terminar en el piso, y tener que emprender otra vez la ascensión. Pero todo su cuerpo temblaba mientras de su hocico salía un “Ji Ji Ji” interminable. Estábamos tardando mucho, y desde mi posición veía las pataditas de impaciencia de Sir Thomas y la mirada de superioridad intelectual de Ramona, y ambas actividades de mis compañeros me daban un poco de rabia. Finalmente Gastón y yo parecimos llegar a un acuerdo, y le pude decir a Ramona:

—Ya está. Vení.

Ramona se deslizó rápida y silenciosamente por Gastón con su estilo envolvente, y después siguió conmigo. Era fría y húmeda, y cuando me envolvió de pies a cabeza pensé que si se le ocurría abrazarme con más fuerza yo podía convertirme en su almuerzo; mejor dicho, dado lo avanzado de la hora, en un aperitivo extra entre la cena y el desayuno. Pero Ramona no parecía hambrienta, o quizá yo no era su tipo, o quizá seguía una dieta estricta que excluía almuerzos de mi estirpe. Sólo se ocupó de ajustarse bien a mi cuello para, desde ahí, estirarse y endurecerse a lo largo y alto. Cuando terminó, hizo una especie de silbido y Sir Thomas, entendiéndolo enseguida, comenzó a trepar rápida y ágilmente por todos nosotros —y ahora me tocó a mí el turno de sentir cosquillas— hasta la cabeza de Ramona. No sé qué ocurrió allá arriba, pero pocos minutos después Sir Thomas hizo, con la misma rapidez y agilidad, el camino inverso, sólo que se detuvo a la altura de los oídos de Gastón y le dijo:

—Va a tardar un poquito. Tuve que despertarla, y no quiere venir sin arreglarse.

Gastón empezó a dar saltitos de alegría, ayudándonos a deshacer rápidamente la pirámide. Y para festejar propuso una partida de dados, así que nos acomodamos a su alrededor y jugamos primero a la generala y después al diez mil. Con algunas peculiaridades: Ramona sacudía el cubilete enroscándolo en su cola, Sir Thomas olisqueaba los dados antes de tirar, y Gastón, que, según me enteré después, es un magnífico jugador, perdió como en la guerra. Pero se veía que sólo pensaba en el momento de ver a Patricia, porque estaba sonrojado y de sus ojitos brillosos se piantaba, cada tanto, un lagrimón que dejaba por un rato largo una huella húmeda en la vereda.

Mientras tanto iba pasando la noche, y justo cuando me puse a pensar que el tiempo que tarda una canaria en “arreglarse un poquito” debía de ser suficiente para que el océano se secara, justo ahí escuchamos un canto melodioso, y de los cielos apareció una canaria rubia con chaleco de encaje y sombrerito de tul negro. Palmira voló directo a los hombros de Gastón, ambos se pusieron a saltar de felicidad y yo creo que hasta los adoquines se emocionaron. Por mi parte, al verlos juntos me di cuenta al mismo tiempo de que se querían mucho y de que, en el fondo de mi corazón, nunca había creído la historia de la canaria, y ahora tenía que reconocer que era cierta.

Cuando salí de mi enmimismamiento Gastón y Paula seguían mirándose arrobados, Ramona había desaparecido y Sir Thomas me tironeaba del dobladillo de mis pantalones y me decía:

—Dejémoslos solos, tienen mucho para decirse. Vení conmigo.

Apenas nos alejamos unos pocos pasos, comenzamos a escuchar el canto enamorado de Pabla. Sin detenerme volví la cabeza y pude ver a Gastón meciéndola con sus manos, rodeado por los trinos armónicos del canto de su enamorada. Sir Thomas volvió a tironearme del pantalón, esta vez para evitar que me llevara por delante un farol muy mal ubicado, y yo me dije que las callecitas de mi barrio nunca, hasta esa noche, me habían parecido tan familiares y tan misteriosas. Y cada vez más misteriosas a medida que escuchaba las fantásticas historias que Sir Thomas empezó a contarme apenas nos alejamos unos pasos, como si hubiera estado esperando esa oportunidad desde hacía mucho tiempo.

No hay comentarios: