Un espíritu pintón

Sir Thomas dice que esta ciudad tiene muchos misterios ocultos, y me lo quiere demostrar. Me citó en el Parque Patricios, un domingo a la mañana, y aquí estoy, pero yo sólo veo un parque. Chicos y grandes juegan a la pelota. Sobre uno de los costados, el que da a la avenida, hay una feria. Hay, como en tantas plazas, floreros enormes sobre pedestales, y chicos en bicicleta o en patines, y viejitos tomando sol. Hay también un mástil, dos bustos, la estatua al primer Patricio, una casa de colores; hay perros que corren detrás de chicos que gritan, y perros paseados por chicas, que no corren ni gritan. Hay dos iguales (dos chicas, no dos perros; deben de ser hermanas), que pasean un perro blanco. Me miran y no las saludo, aunque me gustaría. Doy vueltas abstraído, Sir Thomas no aparece, y yo me siento afuera de todo, como si estuviera viendo una película. Cuando más afuera me siento unos chicos gritan, una pelota se escapa, y llega rodando hasta mis pies. La pateo para el lado de donde vino, y me siento un poco mejor.

Me entretengo mirando lo que venden en la feria y en eso escucho la voz de Sir Thomas que dice:

—Por fin llegás. Hace una hora que te espero.

—¿Cómo que hace una hora que me espera, si llegué cuando dijimos y el que no apareció fue usted!

—No digas pavadas, Matías, yo siempre llego en punto. Si no sabés reconocer tus errores, por lo menos no discutas.

—No es eso, es que yo fui puntual, y usted...

Pero Sir Thomas siempre me deja hablando solo, sobre todo cuando no quiere dar el brazo a torcer. Me arranca de los puestos de la feria justo cuando estaba a punto de comprarle un mate a mi hermanita Catalina, y me lleva paseando por el parque.

—Lindo día, ¿no? —dice Sir Thomas cambiando de tema.

—Sí, lindo —le murmuro, enojado porque me dijo que llegué tarde y encima no me deja comprar nada en la feria.

—¿Sabés qué día es hoy?

—Domingo.

—Sí, domingo, pero ¿qué fecha?

—Veinte, creo... no, veintiuno. ¡Uy, hoy comienza la primavera!

—Claaaro, por eso quería que viniéramos hoy acá. Hoy es una fecha especial. Si no te hacés el zonzo como siempre, vas a ver uno de los misterios que te mencioné.

—¿Zonzo, yo? —pero contesto soñoliento porque el sol está tan lindo que no me da ganas de pelearme otra vez con este ratón amargado.

—¿Viste la casa?

Caminando llegamos hasta la casita de colores que está en uno de los costados. Yo ya la había mirado al pasar, pero ahora damos unas vueltas alrededor, y Sir Thomas parece muy interesado en ella. Yo no le veo nada especial. Raro lo de los colores: el frente es rojo, naranja y amarillo, los costados son turquesa, violeta y verde, el fondo es de nuevo naranja y rojo, con unas plantas de retamas cerca de la puerta. Se parece a las casas que dibuja Catalina (últimamente dibuja todo el tiempo casas y princesas. A veces, en un arranque de inspiración, dibuja también un árbol). Raro lo de los colores y, pensándolo un poco, también es raro que haya una casa así en medio de un parque, aislada, clausurada, y recién pintada. Pero es una casa. A Sir Thomas no se lo voy a decir: la mira por todos lados como si fuera un cohete lunar.

Ahora nos sentamos frente a la casa, en los escalones del camino, y seguimos charlando.

Sir Thomas me pregunta qué tal el colegio, y yo le contesto distraído. A mí no me engaña. Sé que mi escuela le importa un rábano, y si me pregunta eso es para matar el tiempo. Parece estar esperando algo, pero como de costumbre no me tira ni una pista de qué vamos a hacer. La conversación languidece, empiezo a aburrirme, me pregunto si llegaré a casa a tiempo para los ravioles, pero no me decido a levantarme y dejarlo solo a Sir Thomas (es evidente que él no piensa moverse hasta que pase algo que no sé qué es) porque me gustaría que el madrugón del domingo tenga algún sentido.

Sir Thomas ya ni habla, y cada tanto me echa unas miraditas de reojo que me incomodan. ¿Será que espera algo de mí? ¿Qué quiere, que haga monerías? ¿Por qué no me lo dice de una vez? Me quedo más y más quieto y para poner mi mejor cara de tonto me concentro en todo lo que veo: miro una y otra vez cada planta, cada árbol, el borde de cada hoja, su forma, sus colores y sus sombras; miro de nuevo la casa y esta vez me detengo en la rugosidad de cada pared, su color, cómo le da la luz, y de pronto...

—¡Sir Thomas! —grito asustado—. ¡Se me está arruinando la vista!

Todos los colores de la casita están desparramados por el parque.

El suelo es amarillo, y parece arena, no, es dorado, no, es rosa, y sigue pareciendo arena; el cielo está más azul y más espeso; los árboles parecen más frondosos, más exóticos; veo plantas que antes no había visto y son rojas, naranjas, como la casa. Todo está diferente: el aire parece marino, hasta se escucha el ruido de las olas, y las hojas de todos los árboles bailan como si alguien las soplara con una brisa que es una danza. Hasta la gente está cambiada, los chicos ya no andan en bicicleta, sino sobre caballos blancos, y no están vestidos con pantalones sino con mallas o algo así, más bien se los ve casi desnudos. Todas las mujeres parecen la misma: la misma expresión plácida en todas, los mismo rasgos casi indios, el mismo pelo largo y renegrido. Hasta el primer patricio está irreconocible: no parece de metal sino de barro, él también desnudo, retorcido, los ojos desorbitados, a sus pies un animal feroz, más abajo creo ver una palabra desconocida, quizá leo mal, quizá está en otro idioma, pero me parece que dice oviri. Todos se mueven como si flotaran, lentamente, como si los estuviera soñando, hasta creo ver un ángel de alas doradas y azules escondido atrás de un árbol. No lo puedo creer, todo es tan misterioso y fascinante, ¿me estaré volviendo loco?

—Sir Thomas, ¿me estoy volviendo loco? ¿Usted ve lo que yo veo? —y lo escucho suspirar aliviado.

—Claro que lo veo, Matías, éste es el misterio que te quería mostrar. ¿Te gusta?

—¡Me encanta! Pero no entiendo nada, ¿qué está pasando?

—Te voy a contar algo que nadie sabe. Hace muchos años, a principios de este siglo, llegó a Buenos Aires un pintor francés. Tiempo atrás se había ido a vivir a una isla en el Pacífico; todos creen que murió allí, porque estaba muy enfermo. La verdad es que quiso volver a su país para curarse pero no pudo llegar. Se quedó a mitad de camino. Anclado en Buenos Aires, le prestaron esta casita; acá vivió sus últimos meses, y acá murió. Esto fue hace muchos años, antes de que nacieran tus abuelos. El todavía era joven.

—¿Joven? ¿Cuánto tenía: veinte?

—Nooo, Matías, tenía cincuenta y pico.

—¿Y a eso lo llama joven? ¡Uno de cincuenta es un viejo!

—¿Ah, sí? ¿Y uno de ochenta, qué es?

—¡Requeteviejo!

—¿Y vos, sabés qué sos?

Cuando Sir Thomas comienza con las preguntas retóricas, está cabreado. Me quedo en el molde, y un ratito después él sigue hablando.

—Nadie supo jamás que había llegado acá. Las pocas personas que lo supieron prefirieron enterrarlo adentro de la casa y clausurarla. Y la pintaron así, en su homenaje.

—Entonces, lo que estoy viendo ahora, ¿es lo que él pintó?

—Así es. No pasa siempre, sólo en el equinoccio de primavera, y cuando la luz llega a la casa con cierta intensidad tropical. Ahí su espíritu se despierta y sale a pintar los alrededores. Pero a veces aunque pinte todo nadie lo ve, porque no sólo hay que tener espíritu para pintar, también para aprender a mirar.

Mientras Sir Thomas habla la brisa marina se va aquietando, el rumor de olas se va alejando, y la gente, los árboles y los colores vuelven, de a poco, a ser los mismos de siempre.

—Uuuuy... se está yendo...

—Sí, es algo fugaz. No dura mucho tiempo. Tuviste mucha suerte, Matías, pensé que la luz nos iba a fallar —pero sé que miente, que tenía miedo que le fallara yo.

Nos quedamos un rato largo en silencio. Es muy lindo ver cómo todo va volviendo a ser lo que era antes. Pero ahora, como durante un rato lo vi diferente, ya no me parece un parque común. Quién sabe, quizá todos los lugares por los que paso habitualmente encierran algún espíritu travieso, y nunca me doy cuenta porque no los veo con la luz adecuada (el único lugar que no creo que cambie ni con un millón de spots es la escuela). Cuando todo se ve exactamente como antes, dejamos pasar otro rato más y al final nos levantamos. Sir Thomas me acompaña hasta la parada del colectivo. No lo invito a comer ravioles porque sé que le gustan los de ricotta, y mi vieja los hace siempre de verdura. En el camino me cruzo de nuevo con las dos chicas del perro blanco, y las saludo de lejos, con una sonrisa y un brazo en alto.

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