Recuerdos imborrables

Una noche de verano en que paseaba con mi gato Felipe por las calles de mi barrio escuché de pronto un chillido aterrorizado seguido por esta expresión de angustia:

—¡Matías, sujetá a esa bestia!

Miré para todos lados buscando al increpador, pero fue Felipe quien lo identificó primero: con todos sus pelos erizados gruñía y mostraba sus dientes a una sombra pegada a la cornisa del primer piso de un edificio cercano. Me acerqué a ver de quién se trataba, y...

—¡Pero Sir Thomas! —exclamé asombrado—. ¿Qué hace usted ahí? ¡Y con esa facha!

Sir Thomas estaba aferrado a una moldura, con su galerita casi caída, el flequillo despeinado y una cara de miedo que daba miedo.

—¡La bestia! —Era lo único que podía pronunciar, por lo visto—. ¡Sujetá a la bestia, o no bajo nada! ¡Apuráte, tengo que hablar con vos! —y miraba con ojos angustiados cómo Felipe se relamía sus bigotes mientras buscaba con la vista el camino para saltar hasta él.

—¡Ah, usted habla de Felipe! Es un gato muy bueno, se lo aseguro.

—¡Pero es un gato! ¡Y yo, con los gatos...!

—Además, Felipe es vegetariano.

—¿Vegetariano? ¿Un gato vegetariano? —Sir Thomas se acomodó la galerita—. Entonces, quizá, podría bajar...

—¡Clar... —pero algo en los movimientos nerviosos de Felipe al ver que Sir Thomas se despegaba de la cornisa me hizo cambiar de idea y le dije—: Escuchemé, Sir Thomas, ¿por qué no me espera un rato acá mientras me llevo a Felipe a casa? Me parece que ya está cansado del paseo, y así nosotros podremos hablar más tranquilos.

Sir Thomas suspiró aliviado. “Eso esperaba oir”, murmuró por lo bajo.

—Sí, lleválo a tu casa y acá te espero.

Cuando volví a la esquina en cuestión, Sir Thomas me esperaba fumando un habano, recostado contra el antepecho de una ventana de la planta baja. Apenas me vio, se incorporó, apagó cuidadosamente el cigarro, lo guardó dentro de su galerita y comenzó a caminar, arrastrándome del brazo con su impaciencia habitual.

—Por fin. Ni que te hubieras ido al Polo. Será mejor que nos apuremos, tenemos que caminar bastante.

—Pero, ¿a dónde vamos?

—A ver a unos amigos míos que te van a ayudar.

—¿Ayudarme a mí? ¿Y quién dijo que necesito ayuda?

—Cualquiera se da cuenta de que necesitás ayuda.

—¿Cómo?

Sir Thomas se detuvo en seco y me miró con ojos encendidos.

—A ver, Matías, ¿qué pasa? ¿Justo vos vas a echar todo a perder?

—¿Echar a perder qué? —sin darme cuenta empezaba a subir el tono de voz—. ¡No entiendo nada de nada!

—Es muy simple. Hay una persona que necesita tu ayuda. Es alguien que hace tanto tiempo que no ves que no la recordás. Mis amigos te van a ayudar a recordar, y después vos y yo vamos a ayudarla. Lógico, ¿verdad? ¿O te parece que se puede ayudar a alguien si lo olvidaste?

Y Sir Thomas siguió arrastrándome, trotando con saltitos apurados.

—No, claro, si no lo recuerdo más bien que... —él no me prestaba atención, mientras lo siguiera podía murmurar cualquier cosa, así que me sumí en mis pensamientos.

No encontraba cómo refutar a Sir Thomas. Más bien que no podía ayudar a nadie si lo había olvidado. Pero, ¿cómo podía haberme olvidado de alguien que ahora me necesitaba? ¿Y por qué esa persona no me había pedido ayuda ella misma, en vez de mandar a Sir Thomas? ¿De quién se trataba? Alguien que hacía mucho que no veía, había dicho. Mientras lo seguía, me puse a recordar amigos, vecinos, parientes, y cada vez me parecía más ridículo que alguien creyera que no podía recordar sólo. Si hasta me acordaba de todos mis compañeros de primer grado, ¿cómo iba a olvidar a alguien tan importante? Todo me parecía descabellado, y cuando iba a protestar, Sir Thomas se detuvo y dijo:

—Ya casi llegamos.

Yo conocía ese lugar. Estábamos en la esquina del Parque Centenario. Sir Thomas reemprendió la marcha y sin dudar se dirigió derecho viejo hacia el lago que está en el centro del parque. Cuando llegó a la orilla, silbó de una forma especial y dijo en voz baja:

—¡Ey! ¡Antifaz! ¡Cuelloverde! ¡Soy yo, Sir Thomas! ¡Ya llegué! ¡Estoy con Matías!

Poco más tarde aparecieron dos patos muy orondos deslizándose por el agua. Y no podía haber duda de quién era cuál. Uno tenía alrededor de los ojos plumitas rojas que le dibujaban en la cara un antifaz; el otro tenía el cuello de un verde esmeralda oscuro y un penacho del mismo color en la cabeza.

Apenas llegados a la orilla se pusieron a cuchichear con Sir Thomas sin prestarme atención. Eso me molestó. ¿Así que estaban todos enterados de todo excepto yo, y encima ahora se olvidaban de mí? ¿Qué era todo esto? Me puse a dar pataditas de impaciencia para que Sir Thomas apurara el trámite. A la cuarta patadita, el tercer resoplido y el primer bufido de mi parte, Sir Thomas se dignó mirarme, y me presentó a sus amigos, quienes inclinaron respetuosamente la cabeza al oir mi nombre. Terminadas las formalidades, tuvimos el siguiente diálogo:

—Bien, Matías —la voz de Cuelloverde resonaba profunda sobre la calma del lago—, estamos al tanto de tu caso y te vamos a ayudar. ¿Sabés por qué estamos acá reunidos?

—Ni idea.

—Hay una persona que necesita tu ayuda. No hace falta que te digamos su nombre ahora, ya te vas a dar cuenta vos mismo.

—Aaaaah...

—Decíme, Matías, ¿cuánto hace que vivís donde vivís?

—Qué sé yo... Seis años, más o menos.

—¿Y antes, dónde vivías?

—En Floresta, cerca de la estación.

—¿Y dónde jugabas con tus amigos?

—En la plaza, en las calles, en las casas de...

—Cuando jugabas en la plaza —por primera vez escuché la voz de Antifaz; era más cantarina que la de Cuelloverde, y hablaba más rápido— ¿a quiénes veías?

—Bueno, a mis amigos de entonces. Después me mudé y dejé de verlos...

—No, no; no te pregunto con quiénes jugabas. Ustedes jugaban a la pelota, o a las escondidas, y ¿con quién te cruzabas mientras jugaban?

—A ver... estaba el pibe de la panadería; era más grande que yo, y tenía esa bicicleta con un canasto grande adelante que a mí me gustaba tanto —Antifaz y Cuelloverde parecían un poco desilusionados. Hice un esfuerzo por recordar—. También estaba Doña Carmen, que limpiaba siempre la vereda cuando nosotros queríamos jugar carreras... Y también...

—¿Síiii? —los ojos de los patos brillaron de ilusión.

—...las vecinas que iban al mercadito...

—No, no, Matías —la voz de Cuelloverde chocó contra los árboles, haciendo eco, así que los “no” fueron cuatro—, estás pensando en los que pasaban alrededor de la plaza. Pero adentro de la plaza, ¿quiénes estaban?

—Aaaah... ¡los nenes más chicos que nosotros, que jugaban en el arenero!

—¡No! —fueron dos “no”, porque gritaron los dos al mismo tiempo.

—Entonces... adentro de la plaza... había unos viejitos...

—¿Siiii? —volvieron a corear esperanzados.

—Había una viejita... que nos miraba jugar... se sentaba siempre abajo de las glicinas...

—¡Sí! —Antifaz y Cuelloverde chapotearon de alegría y le hicieron una seña a Sir Thomas, que se había mantenido apartado mientras nosotros hablábamos.

—La viejita de las glicinas —murmuraba yo, para mis adentros— ¿cómo pude olvidarla? Se pasaba todas las tardes bajo la glorieta, disfrutando el solcito, y nos sonreía cuando pasábamos cerca...

—¿Entonces, Matías? —Sir Thomas me apartó de mis pensamientos—¿Vamos?

—¿A dónde?

—A ayudar a Olga. La “viejita de las glicinas” tiene nombre, aunque vos nunca lo hayas sabido. Tenemos que volver a la plaza.

—¿Y en qué la puedo ayudar?

—En el camino te lo digo.

Nos despedimos de los patos y emprendimos viaje. Era un poco lejos, pero me gusta caminar de noche. Me gusta tanto caminar de noche que me fui olvidando de para qué íbamos a donde íbamos. Sir Thomas algo me comentó mientras caminábamos, pero estiró la historia de forma que recién me explicó todo cuando estábamos en la esquina de la plaza. Por suerte para él, porque si me lo decía en el parque capaz que no lo acompañaba. ¿Por qué será que siempre se me cruzan en el camino bichos delirantes? ¿Qué hice yo para merecerlo?

Según Sir Thomas, el problema de Olga era que los bancos de la plaza estaban todos rotos, y ella ya estaba muy vieja y cansada como para trasladar una silla de su casa a la plaza. Tampoco podía quedarse toda la tarde de pie, ni sentarse en la tierra, pobre. Como no se podía sentar en ningún lado, se quedaba en su casa, y estaba muy triste porque no podía ver el sol, ni las glicinas, ni los chicos jugando. Y, ¿saben qué quería Sir Thomas de mí? Quería que yo arregle el banco que está justo abajo de la glorieta de las glicinas. Me negué, claro. ¿Qué soy yo, carpintero? Pero Sir Thomas me miró tan furioso que me di cuenta de que iba a ser más sencillo ponerme a trabajar que discutir con él.

Miré el banco. Estaba hecho un asco. Olga tenía razón, sentarse ahí era correr peligro de muerte. Necesitaba materiales para arreglarlo. En la plaza había un cuartito donde el cuidador guardaba cosas de jardinería. Sir Thomas sacó de su galerita una llave maestra, abrió la puerta del cuarto, y ahí encontré todo lo que necesitaba.

Me puse a trabajar. Al rato me di cuenta de que estaba silbando. No era tan desagradable hacer de carpintero. Era una noche muy tranquila, Sir Thomas me ayudaba; hasta silbaba conmigo porque conocía todas las canciones que a mí más me gustan. Dimos las últimas pinceladas cuando aparecían los primeros rayos de sol. Pusimos un cartel que decía “Pintura fresca” y nos fuimos silbando bajito, para no despertar a nadie.

Días después me acordé de Olga, y me entró mucha curiosidad. ¿Se habría enterado de que había un banco para ella? ¿Habría vuelto a la plaza? Me acerqué una tarde, y cuando volví a ver la plaza a la luz del día me pareció muy chica. ¿La habrían reducido por orden del intendente? Algo extraño había ocurrido: ocupaba la misma manzana que antes, y sin embargo me parecía muy chiquita.

Ahí estaba Olga sentada bajo las glicinas, con una sonrisa en la cara, tirando galletitas a los pájaros. No estaban mis amigos de entonces, los que jugaban eran otros chicos, pero ella los saludaba a todos con la mano. Me acerqué un poco más, y pensé que nunca me había dado cuenta de lo vieja que era. Un pajarito voló para comer las migas de su mano, y cuando ella levantó la vista, me reconoció.

—¡Matías! —me dijo con una sonrisa— ¿qué hacés por acá?

—No, nada, pasaba...

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