Magia oriental

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había imaginado el viaje, y ahora estoy en medio del río, rumbo a Montevideo. Cada tanto —muy cada tanto, para que no me crean loco— me inclino y le hablo a mi mochila. Sir Thomas me contesta que sí, que está bien, y que a ver si lo dejo dormir un poco ¿o no me acuerdo que nos levantamos muy temprano para llegar al puerto? y se acomoda la galerita para el otro lado.

Pero yo no puedo dormirme. Sir Thomas me dijo que Montevideo está llena de magia, y que si no encuentro a la Maga que busco, seguro encuentro otra. Pero yo no quiero otra. Sé bien cómo es la que busco: escuché a mis padres hablando de ella con unos amigos, días atrás, y desde entonces no dejo de pensar en ella. La Maga es joven y hermosa, y todo lo que ella mira se transforma. Si mira un árbol, ya no hay un árbol sino un enjambre verde que nos sonríe. Si mira una hoja, descubre el dibujo de las nervaduras. Nunca te mira a los ojos, pero a su lado te sentís frente a un espejo, porque te devuelve tu imagen invertida. No sé cómo es su cara, ni su voz (debe de ser linda, porque estudiaba canto) y quizá ya no es tan joven. El amigo uruguayo de mis padres dice que si la Maga está en Montevideo, tiene que vivir en la Ciudad Vieja. Que la busque por ahí, me dijo, o junto a los bichicomes —que son los linyeras en uruguayo básico—.

Cuando le conté mi idea a Sir Thomas me preguntó para qué quería encontrarla. Le dije que no sabía, pero que cuando estuviera delante de ella me iba a dar cuenta. “Lógico”, me contestó. Después me preguntó cómo íbamos a hacer para encontrarla, y eso me sorprendió. ¿Un ratón de mundo como él no sabe que la única forma de encontrar a la Maga es vagando al azar? Se lo expliqué y me contestó nuevamente “Lógico”. Y después me dijo que mejor tomemos el ferry de las siete, así llegamos antes del mediodía.

Cuando llegamos a Montevideo nos vamos caminando desde el puerto. Sir Thomas, que parece malhumorado por el viaje, se pone sorprendentemente didáctico, y le da un nombre a todo. De tan didáctico parece un guía de turismo, y me dice cosas que hasta yo sé. “Este es el Mercado del Puerto”, me dice. “Esta es la Ciudad Vieja” (pero yo no la veo tan vieja). Me aburre un poco, y casi ni lo escucho. Me gusta ver todo lo de la ciudad, me encanta caminar por calles nuevas, y que todo tenga un aire familiar y desconocido al mismo tiempo. Hay poca gente en la calle. Veo una pareja de pibes que deben de tener un par de años más que yo. Parecen nerviosos: otean para todos lados, y despues de que pasamos junto a ellos se deslizan adentro de un depósito abandonado, o algo así. Oigo que ella dice “Tito, tengo miedo” justo antes de desaparecer.

—¿Y estos dos qué hacen? —intrigado, pregunto al aire.

—Qué sé yo, Matías —me contesta Sir Thomas, que parece no haber visto nada—. Esta puerta es el límite de la Ciudad Vieja, ¿ves? Antes formaba parte de la muralla. Supongo que no te interesa ver la tumba de Artigas, ¿no?

—¿Por qué no? Sí quiero. Artigas me cae bien, como Belgrano.

Los soldados que cuidan el monumento son mucho más simpáticos que los granaderos de Buenos Aires. Hasta me da ganas de charlar con ellos, pero Sir Thomas no me deja, impaciente como siempre. Esta vez no sé qué apuro tiene, si soy yo el que está buscando.

Caminamos hacia el río y nos cruzamos con unos pibes que deben de salir de la escuela. Tienen guardapolvos blancos, unos moños azules muy ridículos, y el aire de raje de cualquiera apenas se escucha el timbre de salida.

—Mire Sir Thomas, ¡esta calle se llama Durazno! ¿Y la calle Manzana, estará cerca? —pero el ratón, amargado, revolea su bastón con aire de dandy y ni sonríe.

Los pibes van corriendo y gritando, se desatan los moños, se desabotonan los delantales, aparece de no sé dónde una pelota, todos se ponen a jugar, mientras siguen corriendo. Un grupito se detiene en una esquina: uno saca del bolsillo una tiza y comienza a dibujar en el suelo una rayuela, mientras los demás discuten quién empieza.

—¿No querés jugar con ellos? —me pregunta Sir Thomas—. No te preocupes por mí, me echo en un costado y duermo una siestita —y ahora entiendo su mal humor: cuando duerme poco es insoportable.

—Yo no juego a la rayuela, Sir Thomas, es un juego para chicos.

—¿Ah, sí? ¿Y vos, qué sos? —me pregunta con ojitos peleadores.

—No sé qué soy —le contesto despacio—, pero yo ya no juego a la rayuela.

Seguimos por Durazno y llegamos a un parque muy grande. “Este es el Parque Rodó” dice Sir Thomas, que adopta otra vez su espíritu informativo. El parque es precioso, el sol está lindísimo, así que nos tiramos en el pasto a descansar un rato. Miramos el río —”los uruguayos le dicen mar”, me sigue informando Sir Thomas— y la verdad es que sea lo que sea, se parece mucho más al mar que de nuestro lado.

Estoy acostado boca arriba, con las manos entrelazadas bajo mi nuca, mirando el cielo, y de pronto un rombo violeta corta el celeste.

—¡Uy! ¡Un barrilete! —digo contento, y me incorporo buscando la otra punta del hilo—. ¡Cómo me gustan!

—Claaaro —dice Sir Thomas—, porque el barrilete es un juego taaaan adulto...

Ratón envenenado. ¿Estará mareado por el viaje?

—Mire, Sir Thomas, es esa nena la que está con el barrilete. ¿Por qué no se queda acá un rato y se echa por fin esa siestita que tanto quería? Yo voy a ver si la nena me presta el barrilete, ¿de acuerdo?

Sir Thomas está tan de acuerdo que me contesta roncando.

Por suerte la nena resulta de lo más simpática. Le parece muy divertido que yo ni siquiera sepa armar un barrilete, y me enseña todos los pasos. Después me deja manejarlo un rato.

—Dale, que sopla torcido. No se te vaya a caer —y me explica cómo hacer para que suba más alto—. ¡Dale más piola, que llega hasta el sol!

Qué lindo es ver cómo trepa el barrilete, parece tan ligero, y es tan suave el tirón del hilo en mi mano. Me gusta tanto que la nena y yo nos quedamos horas. Al final ella se acuerda de que su madre la esperaba para tomar la merienda, y yo me doy cuenta de que ya falta poco para que caiga el sol y todavía no comimos nada. Sir Thomas debe de estar de un humor fantástico ahora que durmió toda la tarde, pero va a ser mejor comer algo antes de que le vuelva el mal humor, esta vez por el hambre. Lo despierto despacio (un despertar brusco puede significar otra catástrofe para un ratón tan quisquilloso) y mientras está todavía adormilado le propongo ir a comer. Encontramos cerca una pizzería, y nos viene perfecto: a Sir Thomas le encanta la muzzarella.

Cuando salimos de la pizzería está anocheciendo. A lo lejos se escuchan unos tambores, y más lejos aún se escuchan otros. Parecen hablar entre sí, como si unos llamaran y los otros respondieran. Una chica lindísima, vestida de blanco, sale de una casa que está unos pocos metros delante de nosotros. Se queda en la puerta hablando con alguien que está adentro, y mientras tanto la cruzamos y nos adelantamos. Cuando estamos por llegar a la esquina se aparece, doblándola, un joven que avanza unos pasos y se queda blanco, como el vestido de la chica, mirando algo que está más allá de nuestros hombros. Miro para atrás buscando qué lo paralizó, y sólo la veo a ella.

Sir Thomas, dormido y comido, está de muy buen humor, y me cuenta historias de sus viajes. Cruzó tres veces los siete mares, o sea que cruzó veintiún mares: según él, nunca nos bañamos dos veces en el mismo mar, porque cada vez el mar es otro. Me cuenta historias del pueblo de los ratones, y su breve romance con Josefina la Cantora.

Mientras, se va haciendo de noche, y dando vueltas por las calles nos encontramos con un baile de barrio. Hay un tablado donde un grupo toca una música preciosa, gente bailando por todos lados, guirnaldas de un lado al otro de la calle, y unas mesas con botellas sin terminar. Sandwichitos ya no quedan. Escuchamos un par de temas, pero debe de ser más tarde de lo que creía, la fiesta se está acabando. Los músicos dejan de tocar y en el silencio de la noche se escucha el mar a lo lejos. Me siento tan bien que no quiero que se termine, no me quiero ir a ningún lado. Me quedo dando vueltas por ahí, mirando cómo se van las últimas parejas, abrazadas. Uno de los músicos guarda su guitarra en el estuche. Tiene el pelo negro, y un bigote también negro y muy espeso. Se cuelga la guitarra al hombro, saluda a los demás, da unos pasos y casi se tropieza conmigo.

—¿Qué buscás, botija? ¿Estás perdido? —me pregunta con la voz más profunda que oí en mi vida. Cómo me gustaría tener una voz así, cuando sea grande.

—No, nada... no busco nada. Buenas noches —él también me saluda, y se aleja camino del mar, tarareando una canción.

Ahora es noche profunda y Sir Thomas y yo no tenemos nada que hacer pero tampoco tenemos a dónde ir. Pensábamos seguir paseando toda la noche y tomarnos de vuelta el ferry de las siete. Supongo que si hasta ahora no encontré a la Maga ya no la voy a encontrar. Por un instante siento algo de tristeza. Sir Thomas se da cuenta y me invita a comer un chivito: siempre que me ve triste cree que es porque tengo hambre.

Después del chivito me siento mucho mejor. Nos quedamos un par de horas en el bar, jugando a la batalla naval. Sir Thomas me gana siempre. Nos levantamos antes de que amanezca para dar un último paseo antes de subir al ferry.

Es una hora magnífica y la ciudad está hermosa. Aún está oscuro, los pájaros están dormidos, pero se siente en el aire que algo está por pasar, como si todo estuviera a punto de renacer.

Un mozo baldea la vereda de un bar. En su interior todas las sillas están sobre las mesas, patas para arriba. Cerca de la puerta hay tres hombres, borrachos: discuten, se abrazan, sonríen, parecen viejos amigos.

Una brisa leve que levanta de los árboles un rumor tibio surge de la nada, exactamente en el mismo instante en que se rompe lo oscuro y asoma algo del nuevo día.

Cuando pasamos junto al bar, uno de los hombres dice “¡Aguanten, che! Son sólo las luces del estadio”. Sir Thomas y yo nos
miramos y sonreímos. El hombre se da cuenta y pregunta —pero parece dirigirse al aire—: “¿De qué te reís?”

Volvemos a pasar cerca del Mercado del Puerto y la ciudad comienza a despertarse. Sir Thomas y yo subimos al ferry. Cuando apoyo la cabeza en el asiento, me doy cuenta de que tengo sueño. El ferry comienza a moverse, y antes de acomodarse en mi mochila para dormir, Sir Thomas me pregunta

—¿Y, Matías? ¿Encontraste a la Maga?

Estoy tan cansado que ni tengo fuerzas para mover la lengua, pero creo que algo le contesto.

Giro la cabeza hacia la ventanilla. La luz oblícua del amanecer multiplica en el agua reflejos dorados; sobre las olas marrones veo una sirena. Sus cabellos son muy largos y, aunque no la oigo, sé que está cantando. Antes de que mis ojos se oscurezcan del todo sé (pero no puedo saber de dónde salió mi conocimiento) que la sirena se llama Estela, como las del mar, y que está cantando para mí.

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